A veces paso por la calle con los ojos no tan
abiertos hacia afuera, hacia el día repetido que sea, ya puede ser lunes o
miércoles o diciembre. Hay esos días que se repiten como conchas en la nieve,
muy al fondo, en su recuerdo.
Y es en esos días extraños y escondidos cuando
pienso que estoy yendo a las fiestas de mi pueblo. El esqueleto de mi pueblo se
llena de chicas de Madrid, vienen los colegas, y es aquí donde el verano descansa.
Aquí. Tendré diecisiete y hay trozos de electricidad oscura en el aire. Todos
sabemos que es un pueblo como cualquier otro, que no somos nadie, que no somos
mejores, pero estamos aquí y hoy lo pasaremos bien.
Alguien aparece. Alguien a quien hacía mucho
que no veíamos. No existía mensajería instantánea y por eso las relaciones no
se reblandecían y morían como ahora. Todo se interrumpía en Otoño, en lo alto,
encrespado, y se mantenía así en el recuerdo, furioso. Y nos abrazábamos como
nunca más nos abrazaremos. ¡Abrazos olímpicos en un pueblo pequeñísimo! No
hacía falta decirnos nada, sonreíamos como descubridores del fuego y alguien
preguntaba
¿Quién
pone pasta para esta noche?
Nadie tenía pasta, ni casa, ni coche, ni
horarios. Luchábamos contra la superficie de la normalidad con nuestras
películas japonesas, alemanas o peruanas, yo qué coño se. Éramos extraños y no
queríamos cambiar el mundo. Queríamos que el mundo se mantuviera así, en
alboroto, a punto de empezarlo todo pero no aún. Celebrando el cambio que
llegaría al día siguiente del domingo. Cuando la resaca nos deje movernos.
Después cada uno volvía a su casa y la telaraña
de los puestos callejeros, de la comida grasienta y perfecta nos atrapaba como
aviadores ciegos. Nadie nos llamaba por teléfono porque no lo teníamos o lo
teníamos en un cajón, para que no se perdiera. Éramos el río donde choca la
lluvia. Así nos sentíamos. Buceadores de la adolescencia y os juro que apreté
con fuerza los dientes. Os lo juro porque me muera ahora. Quise que se
repitiera ese carnaval sincero y cuesta abajo. Quería ir con todos ellos, con
todos y con todas, todos nosotros, veinte o treinta, qué más da, atravesando
las calles y los años, camino al mejor parque del mundo donde dejarnos caer por
el misterio del kalimotxo. Así, y las novias no eclipsaban el mundo que se nos
abría. La mañana estaba lejos como los planes de pensiones. Teníamos la boca
abierta para reír, para darnos enteros como animales en llamas.
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